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Kakurega Omakase: el secreto mejor guardado de Puerto Escondido

  • Alexis Beard
  • 26 minutes ago
  • 2 min read
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Entre la selva oaxaqueña y el rumor constante del Pacífico, se esconde un lugar que parece flotar entre dos mundos. Su nombre lo anticipa: Kakurega, que en japonés significa “escondite”, y eso es exactamente lo que es —un refugio gastronómico secreto en la costa de Oaxaca, donde el ritual japonés del omakase se funde con la frescura del mar mexicano.


El restaurante se ubica en Punta Pájaros, una zona apartada de Puerto Escondido. Llegar hasta ahí es parte de la experiencia: un camino que se abre entre vegetación tropical y termina en una construcción que respira el espíritu del arquitecto Alberto Kalach. Con materiales naturales —madera carbonizada, ladrillo y una palapa monumental—, el espacio diseñado por TAX Arquitectura se integra al paisaje sin imponerse, como si la selva lo hubiese reclamado hace tiempo.

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Adentro, el ambiente es íntimo. Apenas una barra, una decena de comensales y el murmullo del mar como fondo. Todo sucede frente a los ojos del visitante: el cuchillo del chef se desliza sobre el pescado, el arroz tibio se moldea con precisión, y los aromas del vinagre y el yuzu llenan el aire. Cada gesto tiene algo de ceremonia.


Detrás de esta propuesta está el chef Keisuke Harada, originario de Kioto, quien ha encontrado en la costa oaxaqueña un nuevo escenario para reinterpretar la tradición japonesa. Su menú —ocho tiempos que cambian cada día— depende de la pesca del día, de los productos que el mar y los productores locales ofrecen. En un mismo servicio pueden aparecer atún, erizo, lubina, o incluso ingredientes más inesperados, como chile costeño o aguacate ahumado.

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No hay carta, ni repeticiones: cada cena es única, marcada por el azar del mar y la sensibilidad del chef. Esa es la esencia del omakase: confiar. Sentarse frente a quien cocina y dejarse guiar.

La experiencia puede acompañarse con un maridaje de sake, vino o cerveza artesanal, cuidadosamente seleccionados para resaltar la textura del pescado o el dulzor sutil del arroz. No se trata de un restaurante para improvisar: las reservas son indispensables y el aforo reducido hace que cada servicio se sienta casi privado, una conversación directa entre el comensal y el chef.


Kakurega Omakase no busca deslumbrar con artificios, sino con pureza. Cada elemento —la arquitectura, la iluminación tenue, la cadencia del servicio— está pensado para que la atención se concentre en lo esencial: el sabor, el instante.


Cenar aquí es vivir un cruce de mundos: la tradición de Kioto reinterpretada desde Oaxaca, bajo una palapa que huele a mar y madera. Un lugar donde el tiempo parece detenerse y donde, por unas horas, el lujo se traduce en silencio, sencillez y devoción por los ingredientes.

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