Ruanda: Donde habita un silencio antiguo
- Melanie Beard
- 1 day ago
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Atravesar la selva nubosa de Ruanda es como cruzar un umbral invisible hacia una dimensión más antigua, más sabia, donde la tierra aún susurra lenguajes olvidados. Desde los primeros pasos en el Parque Nacional de los Volcanes, el mundo conocido se va desdibujando. Cada árbol que se alza parece custodiar secretos de siglos, y la neblina que desciende como un velo sagrado da a la jungla una solemnidad que impone silencio, como si incluso los pensamientos tuvieran que pedir permiso para existir.
El sendero se abría ante nosotros como una arteria viva, húmeda y desafiante, respirando a través de raíces que emergían del suelo como serpientes antiguas. Cada paso era una ofrenda al bosque y el tiempo, en ese rincón del mundo, no se medía en minutos ni en horas, sino en latidos de tierra, en el pulso invisible que une a todos los seres vivos. La selva hablaba con el crujido de las hojas, el rumor del viento y los cantos dispersos de aves invisibles.

Cuando el guía nos indicó que estábamos cerca, algo en el aire cambió. Era como si la montaña misma contuviera la respiración. Entre la bruma suave, aparecieron, majestuosos y serenos: los gorilas emergieron como espíritus ancestrales encarnados. La familia de gorilas Muhoza nos recibió sin ceremonia, como si supieran que ya habíamos sido transformados antes siquiera de verlos.
Uno de ellos me miró. Fue un instante breve y eterno. Su mirada no era la de un ser ajeno, sino la de un espejo que devolvía una versión más honesta de mí misma. Sentí que no tenía nada que esconder, nada que explicar. En sus ojos había algo antiguo y puro, algo que no se puede nombrar sin disminuirlo. Fue una conexión que no pedía nada, que no exigía comprensión, solo presencia. Y allí estuve, completa, silenciosa, respirando al ritmo de la jungla.
Los minutos junto a ellos transcurrieron como un sueño lúcido, en el que cada gesto, cada movimiento, tenía el peso de lo sagrado. La niebla se cernía sobre nosotros, envolviendo a los gorilas en una luz difusa que parecía brotar desde su propia piel. Su mundo, sin jaulas ni espectadores, se desplegaba ante mis ojos como un poema viviente, donde cada respiración era un verso y cada parpadeo una plegaria.

En este edén me hospedé en Wilderness Bisate, que se alza como un nido escondido entre las laderas esmeralda del Parque Nacional de los Volcanes, donde la bruma acaricia los techos de palma y los volcanes vigilan en silencio desde el horizonte. Sus villas, inspiradas en los palacios tradicionales de los reyes ruandeses, parecen brotar de la tierra misma, fusionándose con la vegetación como si siempre hubieran estado allí. Al amanecer, el paisaje se pinta de oro y niebla, y desde cada balcón se contempla el susurro lento de un mundo aún intacto.
Caminar junto a los gorilas en Ruanda fue un reencuentro con lo esencial. En su silencio antiguo, encontré respuestas que no sabía que buscaba.

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