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Donde el universo tiene otro ritmo: Rangiroa

  • Melanie Beard
  • Jul 28
  • 2 min read

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Llegar a Rangiroa es cruzar un umbral invisible hacia otro ritmo del universo. Una sinfonía líquida de azules imposibles me envolvió al aterrizar en este rincón remoto de la Polinesia Francesa, donde el cielo se refleja en el mar y el alma encuentra un eco suave en cada ola.


Desde el primer contacto con la isla, todo cambia de textura. El aire tiene la tibieza de un abrazo y el suelo, alfombrado de arena blanca y pétalos caídos, parece flotar. Me recibieron en el hotel Kia Ora con miradas sinceras, como si el lugar me reconociera. Como si este espacio de ensueño supiera que yo venía a recordarme de mí misma.

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Mi bungalow al ras de la laguna era un refugio construido de madera, silencio y luz. Al abrir la puerta, el color del agua me abrazó con la intimidad de un secreto bien guardado. No hay relojes, no hay agendas: sólo el ir y venir del mar besando los pilotes, la danza tímida de las palmeras al compás de un viento antiguo, y el murmullo de un mundo que decidió no correr. Las cortinas ondean como velas en un barco quieto, y el sol, al entrar, acaricia.


Cada comida en Kia Ora es un poema nacido del mar. Recuerdo una cena donde el atún, recién capturado, se presentaba crudo, jugoso, acompañado de leche de coco fresca y gotas de lima que estallaban en la boca como un coral efervescente. Cerré los ojos. El sabor era tan puro que parecía cantar. El paladar se rendía a esa armonía entre sal y dulzura, entre tierra y agua, entre lo ancestral y lo espontáneo. Todo acompañado por el canto lejano de los pájaros y una brisa perfumada que acariciaba la piel con la misma delicadeza que un recuerdo feliz.

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Una tarde, tomé una bicicleta y dejé que mis pies me llevaran sin destino por los senderos de la isla. Los cocoteros inclinados sobre el mar parecían custodios de un mundo perdido, y el horizonte, teñido de lavanda y fuego, me susurraba que lo eterno existe, pero se esconde en instantes breves como éste. Otras veces, simplemente flotaba en la piscina infinita, viendo cómo el cielo se disolvía en el agua sin resistencia, sin final.


Y por las noches, el universo desplegaba su cúpula de estrellas con una generosidad que sobrecoge. No se mira el cielo: se dialoga con él. Hay momentos en que el alma se hace liviana, y ahí, bajo esas constelaciones tan nítidas, comprendí que el lujo no está en lo que se posee, sino en lo que se siente.


Rangiroa es más que un destino – es un himno íntimo que susurra a quienes se atreven a detenerse. Es el arte de lo simple convertido en extraordinario. Es memoria líquida, emoción que salta entre los dedos, flor que nunca se marchita.

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