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Sinfonía de tierra y fuego: Rocasal

  • Deby Beard
  • Jul 30
  • 2 min read
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Hay experiencias que se viven con el cuerpo y otras que se atesoran con el alma. La cena en Rocasal fue ambas. En este rincón de la Ciudad de México, donde la piedra volcánica se convierte en santuario y la luz tenue susurra calma, la chef Atala Olmos ha creado un espacio donde la cocina se vuelve arte, y el arte se vuelve encuentro.


Desde el primer momento, el ambiente abraza. Los muros de lava, la calidez de los materiales, el equilibrio entre sobriedad y sofisticación: todo invita a detenerse, a escuchar, a saborear sin prisa. Aquí, cada elemento parece estar en su lugar por una razón precisa, como si el restaurante entero funcionara como una partitura cuidadosamente orquestada.


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La apertura fue un ceviche de pescado blanco al estilo Thai. Sutil, preciso, con esa tensión deliciosa entre lo suave y lo punzante. La leche de coco envolvía cada trozo con dulzura tropical, mientras el chile serrano rojo añadía un filo vibrante, una especie de caricia eléctrica al paladar. Era el tipo de plato que despierta los sentidos sin necesidad de alzar la voz.


Siguieron los pimientos del padrón, sencillos y crujientes, coronados con sal de mar: un momento de pausa, de contraste, como una respiración entre notas altas.


Luego, el taco de jaiba suave. Una joya. La hoja santa perfumaba la tortilla con un aroma que evocaba tierra mojada y memoria ancestral. La mayonesa de cilantro y la salsa de chiltepin hablaban en lenguas distintas y se entendían como si compartieran una historia. Un platillo que celebra lo local con un lenguaje universal.


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El clímax llegó con “Nuestro Filete”. Carne en su punto exacto, foie caramelizado que rozaba la indulgencia, una salsa de oporto que aportaba gravedad emocional y una crema de bacon que sabía a domingo en casa. Era un plato profundo, generoso, capaz de conmover tanto como una confesión bien dicha.


El postre, cacao con cardamomo, fue un epílogo cargado de intimidad. Oscuro, aromático, denso sin ser pesado. Cada cucharada era como leer un verso que uno quisiera memorizar.


Rocasal no es solo un restaurante: es un manifiesto. Una declaración de principios donde lo orgánico no se presume, se vive; donde la técnica respeta al origen, y la creatividad nunca pierde el rumbo. Atala Olmos no cocina para impresionar: cocina para tocar, para decir algo verdadero. Y lo logra.


Aquí, comer es recordar. Y también descubrir. Es permitir que los sabores narren historias que todavía no sabíamos que necesitábamos escuchar.

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