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  • Deby Beard

En el Camino a Mandalay


Los ríos han sido hechiceros de civilizaciones, seductores de las imaginaciones más prolíficas, inspiración de grandes amores, cuentos y leyendas. Contemplar con admiración su inmensidad aparentemente infinita, relajarnos al escuchar el fluir de sus aguas, tratar de describir sus colores y conquistar sus misterios, son parte de las actividades que nos convierten en humanos. Pero hay lugares donde los ríos, además de hermosos, están colmados de una cantidad de magia única que nos llama y que nos invita a dejarnos llevar por una especie de fuerzas ocultas.

Así es Myanmar, un lugar cargado de energía ancestral y donde el sol, brillando sobre el agua en el horizonte, nos invita a embarcarnos en un crucero para seguirlo en su camino. El punto de partida entre los dos mundos, el terrestre y el marino, es el río Ayeyarwady o Irrawaddy, el más largo y legendario del país. El río alimenta el cuerpo y el espíritu de los pobladores, pues riega las tierras de cultivo y provee pescado, pero también es donde se bañan, beben, rezan y viajan. De hecho, su nombre se traduce como “el río que trae bendiciones a las personas”.

La tranquilidad de sus aguas ha sido la fuente de inspiración para la hermosa arquitectura que se desarrolla en sus orillas, y que se admira en todo su esplendor desde el crucero de súper lujo de Belmond Road to Mandalay, que además de contar con las mismas lujosas comodidades de los hoteles Belmond, ha sido el pionero en los viajes de lujo por el río desde hace más de veinte años. Con tan sólo 43 cabinas y amplios espacios, es el lugar idóneo para mirar los rayos del sol bañando las cúpulas doradas de los templos, para admirar la danza de colores que se desprende de los campos de cultivo y de los pintorescos pueblos de pescadores.

El crucero se desliza sobre el agua dejando una estela efímera y coqueta, una que se forma sólo para nosotros. La paz del río se combina íntimamente en cada espacio del crucero. Ya sea recargados en la baranda de la cubierta superior o recostados en los camastros, la brisa juguetea con los cabellos, mientras el espejo del agua refleja la belleza de la vida que existe gracias a este río. Como si fuese una pintura viva que cambia ante nuestros ojos, el paisaje está en constante movimiento, como si existiera solamente durante el tiempo en que tomamos un coctel junto a la piscina.

Mientras se recorren sus 2.100 kilómetros, la vida fluye junto con sus aguas pero también parece detenerse para deleitar el alma. El agua fría contrasta con la suntuosidad de las habitaciones, decoradas de forma exquisita con muebles finos, arte local, camas cómodas y jabones artesanales, y desde sus ventanillas, se ve el vaivén del agua y a las aves deslizándose sobre su superficie. Consentidos con la calidez del servicio y de sus instalaciones, entendemos la filosofía budista de los lugareños, para quienes todo lo que inicia tiene un final. Así es el río Ayeyarwady, que nace con el agua deshielada de los picos del Himalaya, se filtra a través de las tierras altas cubiertas de selva y emerge en el centro de Myanmar, para terminar su largo recorrido en el mar de Andamán.

Mientras dejamos que el sol nos acaricie en la cubierta, se ven pasar a algunos monjes ataviados con sus ropas color azafrán dirigiéndose a sus templos, se escucha la música de alguna ceremonia a la distancia, se ven las canoas de algunos pescadores ofreciendo la pesca del día, y en algún momento, el inmenso océano descansando apacible en la distancia.

Myanmar es un lugar espectacular, hermoso y místico, que ha inspirado y bendecido la vida de miles. Ya lo describía Kipling en sus narraciones: Las campanas del templo están llamando y allí es donde debo estar, por la vieja pagoda Moulmein, mirando perezoso al mar, en la ruta a Mandalay…

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