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Entre mole, humo y mar

  • Melanie Beard
  • Sep 28
  • 2 min read
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Llegar a Zicatela es como sumergirse en un recuerdo que aún no se ha vivido. Es una sensación que se posa primero en la piel y luego en el alma. El aire es distinto, más ligero y más denso al mismo tiempo, como si la brisa llevara mensajes secretos de los dioses antiguos que aún habitan la costa. El mar canta sin cesar, y su canto se filtra entre las mesas de madera, se desliza sobre los manteles y se mezcla con los aromas que emergen de una cocina que conversa.


Sentada frente a ese azul que no termina, viví Zicatela intensamente. Esta joya culinaria es una experiencia que se siente en el cuerpo entero. Aquí el tiempo parece ir más lento, se dilata, se extiende como una ola larga que alcanza cada rincón del paladar. Cada platillo es una historia que empieza en los campos de Oaxaca, atraviesa los mercados vibrantes del sur y desemboca en un plato que se sirve sin prisas, como quien entrega una ofrenda.


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Probé el taco de brócoli; la ternura del vegetal, apenas marcada por las brasas, se elevaba por el polvo de chiles y luego se hundía en el abismo oscuro del mole negro, espeso y misterioso como la noche oaxaqueña. Luego degusté los molotes: Qué manera de rendir homenaje a lo que nace entre el fuego y la tierra. De plátano macho, suaves como la risa de un niño, rellenos con camarones vivos de sazón, cubiertos por un mole rojo que hablaba de volcanes dormidos y selvas húmedas. Era un platillo que sabía a historia, a infancia, a danza.


Fue el camarón jumbo lo que me detuvo. Era un monumento al equilibrio. Se presentaba con la elegancia de lo simple, con la fuerza de lo esencial: un mole encacahuatado. A su lado, coliflor rostizada, crujiente y tibia, como el eco de hojas secas bajo los pies de quien camina hacia el otoño de su vida.


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En Zicatela todo respira. La decoración, los colores, los textiles que recuerdan a los telares de las abuelas del sur, los platos de barro que cuentan leyendas sin hablar. Al caer la tarde, la luz se vuelve cómplice. Se desliza por las copas de mezcal como si las acariciara, y convierte cada platillo en una escena de teatro donde el chef Héctor Leyva dirige con pasión.


La pesca local llega fresca, con la piel aún brillante del mar, y los vegetales parecen recién bañados en rocío. Cada bocado tiene una textura que va más allá de lo físico: cruje la historia, arde el recuerdo, se funde la memoria. Hay en esta experiencia una reverencia silenciosa a la tierra, al mar, al trabajo de quienes siembran, pescan, muelen, cocinan y sueñan.


Mientras el sol se esconde y la luna comienza a desplegar su luz plateada sobre las olas, me enamoro de Zicatela, entre mole, humo y mar.


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