Ramona, edén culinario
- Deby Beard
- 3 days ago
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Llegar a NIZUC es como descender a un santuario donde el tiempo se desliza con otra cadencia. Rodeado por manglares y con el murmullo del mar Caribe como banda sonora, el resort despliega una arquitectura que combina piedra milenaria, madera noble y agua en cada rincón.
Esa noche, la cita era en Ramona. La mesa estaba lista para una secuencia de doce tiempos. Más que una cena, se trataba de una experiencia en capas, un recorrido por las raíces y los ecos de una cocina mexicana que no teme mirar hacia el pasado para proyectarse hacia el futuro. El salón, elegante y cálido, con sus techos altos y su ritmo pausado, era el prólogo ideal para lo que estaba por venir.
El primer bocado, un kibi relleno de queso de bola con chiltomate, puso de inmediato las cartas sobre la mesa: sabor profundo, memoria yucateca y una textura que reconforta. Le siguió un aguachile rojo de camarón, brillante, limpio, con la acidez justa para despertar el apetito sin abrumar. El tercer tiempo, un tamal colado con queso de cabra y hoja santa, fue una caricia tibia que flotaba entre lo terroso y lo etéreo. Cada plato llegaba en silencio, sin prisas, como si el tiempo se hubiera extendido solo para nosotros.
Después vino el tuétano con escamoles sobre fideo seco, una sinfonía de lo untuoso y lo crujiente, donde el lujo ancestral se volvía cercano. Luego, un taquito de maíz azul con longaniza de Valladolid, directo, sabroso, con el punto exacto de picor que calienta sin arder. El bogavante con caviar y esquite de maíz criollo elevó el tono con su juego de texturas suaves y crujientes, y con ese dulzor tenue del maíz que se asoma sin pedir permiso.

Para equilibrar, un sorbete de china-lima trajo la pausa perfecta: cítrico, frío, fugaz. Y entonces, el tramo final: cordero en salsa de cerveza con chirivía y un cuernito de papa que parecía hecho para abrazar los sabores en cada bocado. La cochinita pibil de cerdo pelón llegó humeante, poderosa, como si cada hora de cocción hablara en voz baja desde el plato. Y en los postres, la marquesita abierta de mango y maracuyá aportó ligereza y alegría, seguida por el carbón de Oaxaca, oscuro, profundo, misterioso. Finalmente, una pequeña selección de dulces mexicanos cerró el ciclo con un gesto suave, como un último suspiro.
Más allá del menú, la experiencia se sostenía en el equilibrio absoluto entre ritmo, servicio y entorno. Los tiempos se sucedían con una naturalidad coreografiada. La luz cálida, la música apenas perceptible, el murmullo del mar en la distancia: todo conspiraba para sostener la atención en el aquí y ahora.
Cenar los doce tiempos en Ramona, inmerso en ese universo tan afinado, no es solo experiencia gastronómica: es un acto de presencia absoluta.

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