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El destino de ski por excelencia: Whistler Blackcomb

  • Alexis Beard
  • 2 days ago
  • 2 min read


Llegar a Whistler es como cruzar el umbral de un sueño invernal. Desde el aeropuerto de Victoria, el trayecto se transforma en una danza de paisajes que parecen salidos de una acuarela: montañas envueltas en nieve, lagos detenidos en el tiempo, bosques que susurran historias antiguas. El servicio de Whistler Car Service añade un toque de distinción silenciosa, como si supiera que el verdadero lujo es el que no necesita anunciarse.


Y de pronto, aparece Whistler. Majestuoso, sereno, envuelto en blanco. Las montañas se elevan como guardianas del cielo, y al ascenderlas, se siente que el alma también sube. La nieve, pura y suave, tiene algo de revelación. El aire frío no enfría, despierta.

Con un guía profesional, me lancé a explorar la montaña. Las clases privadas de esquí no eran solo lecciones: eran coreografías en movimiento, trazos íntimos sobre una ladera blanca. El instructor —más poeta que deportista— no enseñaba a deslizarse, sino a flotar. En cada giro, en cada descenso, la montaña respondía.



Blackcomb se impone con una elegancia salvaje. Desde sus lifts, la mirada se llena de blanco y azul, y el corazón late más fuerte. Pero nada se compara con la góndola PEAK 2 PEAK: un lazo suspendido en el cielo que une Whistler y Blackcomb, un vuelo sereno entre dos mundos nevados. Allí, por un instante, el tiempo se detiene y todo lo demás desaparece.


Con sus más de 8,000 acres esquiables, 200 pistas, 16 bowls alpinos y tres glaciares, Whistler Blackcomb es mucho más que el resort de esquí más grande de Norteamérica. Es un territorio de aventura constante, una invitación al asombro. Cada pista es un relato por escribir, cada lift una promesa de altura. Todo está conectado, no solo por tecnología, sino por emoción.



Y mientras el pueblo de Whistler me esperaba abajo con sus luces de cuento y su cálida hospitalidad, entendí que allá arriba —en el frío que limpia y en el silencio que habla— uno se encuentra a sí mismo. Esquiar, aquí, es una forma de meditación en movimiento, un estado de presencia total.


Whistler no solo se visita: se siente, se escucha, se vive. Es una cima blanca que aguarda en el horizonte de nuestros deseos. Un papel en blanco dispuesto a ser escrito con los giros de nuestros propios pasos.



 
 
 

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