Refugio en las nubes de Sydney
- Melanie Beard
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Shangri-La en Sydney es un refugio elevado donde la ciudad deja de ser un mapa para convertirse en un sentimiento. Desde sus alturas en esta metrópolis Australiana, se abre la vista y el mundo, como un telón bien dispuesto, se revela: la bahía resplandeciente, el gesto firme del Harbour Bridge, las velas danzantes de la Ópera, el agua quieta como una promesa. Desde ese rincón del cielo, todo lo demás parece murmurar.
Mi suite era un escenario sin fronteras. Una oda al buen gusto; telas suaves, tonos cálidos, una calma casi líquida que se deslizaba por cada rincón. Me senté junto al ventanal y dejé que Sydney me hablara en su idioma: la luz, el movimiento del agua, las sombras que se alargan al atardecer.

En el piso 36 del hotel, la experiencia se eleva a otra dimensión. El High Tea del Shangri-La es un ritual para detener el tiempo. Los bocados se suceden como estrofas bien rimadas: delicadas creaciones que despiertan la memoria y el deseo. Hay algo de infancia en un scone tibio con mermelada casera, y algo de eternidad en una taza de té humeante. La carta es un mapa aromático de Australia: desde los perfiles herbales del Alpine Sencha hasta el misterio profundo del Wattleseed Chai. Cada sorbo era una manera de quedarme, de estar presente, de agradecer.
Cuando la tarde se rendía al encanto de la noche, subí unos pasos más, hacia el Blu Bar on 36. Allí el mundo cambia de color, de ritmo, de alma. Sydney se convierte en una constelación de luces líquidas, una sinfonía urbana que vibra a través del cristal. El bartender, más artista que técnico, creó ante mis ojos un cóctel que sabía a mar y bosque. Con ginebra local, un susurro de eucalipto y un toque cítrico, cada trago era una historia contada en el lenguaje de lo efímero. A mi alrededor, las conversaciones flotaban, los brindis se repetían como mantras, y yo me sentía parte de un todo que no necesitaba explicación.

Después, Altitude, el restaurante insignia, me esperaba con su promesa de asombro. Me recibió con una elegancia discreta, como quien conoce su valor y no necesita demostrarlo. Desde mi mesa, la ciudad seguía allí, contenida entre el vidrio y la mirada. El menú era una poesía escrita en ingredientes: productos locales tratados con respeto, técnica que se siente pero no abruma. El coral trout sabía a océano abierto, el cordero de Gundagai llevaba en su carne la historia de los campos. Cada plato era una página de un diario íntimo, escrito con fuego lento y manos sabias.
Los vinos, fieles acompañantes, contaban sus propias historias. Tintos con carácter, blancos con caricias frescas, etiquetas difíciles de encontrar que hablaban de pasión y paciencia. Los sommeliers eran guías silenciosos, capaces de transformar una elección en una revelación.
Esa noche, la ciudad de Sydney la viví como una emoción, una vibración que se sentía desde la piel hasta el alma. Shangri-La es un estado de gracia, una manera de mirar el mundo desde lo alto y de disfrutar del alma de Sydney en su máxima expresión.

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