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Viajando a través de los sentidos a Park City

  • Melanie Beard
  • Oct 12
  • 2 min read
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Esa noche en Ekilore todo olía a aventura: a bosque nevado, a fuego lento, a historias cocinadas con paciencia. Megan Underwood, la guía de esta travesía sensorial, habló con imágenes tejidas con voz pausada. Nos llevó entre las montañas nevadas de Park City, cabañas que humeaban paz, hoteles donde el lujo se mezcla con la madera, con la historia, con la risa de quienes saben vivir bien. Yo, por supuesto, soñaba despierta con el Stein Eriksen Lodge, mi rincón ideal entre el cielo y la tierra.


Los sabores del Chef San Román comenzaron a desfilar como en un ballet. Croquetas que crujían como hojas secas bajo los pasos, pero sabían a hogar. Un rabo de toro que se deshacía como nieve al sol, pero dejaba el recuerdo de siglos en el paladar. Un gazpacho tan fresco y vibrante que casi podía escucharse el viento de las pistas soplar entre cucharadas. Cada bocado era una página de diario, un verso, una caricia que hablaba de lugares y manos, de frío y fuego, de arte que se come y se agradece.


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Después llegó la ciencia a la mesa, disfrazada de juego. La cocina molecular, ese coqueteo entre laboratorio y cocina, nos invitó a jugar. Con cucharas y tubos, con nitrógeno y risas, creamos nuestro propio postre como niños curiosos en una feria de sabores. El vapor danzaba en el aire y los ingredientes comunes se transformaban en pequeñas maravillas. Era química, sí, pero también era magia. Era la prueba de que en Park City la innovación no se pelea con la tradición, sino que bailan juntas, como copos de nieve sobre un lago congelado.


Pero el clímax, el momento en que todo se suspendió por un instante, vino con un simple gesto: la creación de la nieve. La famosa nieve de Park City, conocida como la mejor del mundo. Megan nos mostró cómo, con ciencia y precisión, se puede invocar al invierno en medio de una noche templada en la ciudad. Esa nieve, fría y pura, cayó en nuestras manos como si quisiera recordarnos que aún hay maravillas posibles, que aún se puede asombrar a quienes han visto tanto.


Esa noche fue un viaje. Un poema servido en platos y copas, escrito con ingredientes, contornos de montañas, palabras dulces y gestos generosos. Park City se metió en nuestros corazones sin pedir permiso, como hacen los verdaderos amores. Es un refugio para el alma inquieta, para el espíritu que busca belleza en todas sus formas.


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