Con sabor a Paris
- Deby Beard
- Jul 17
- 2 min read

La gastronomía francesa es patrimonio, rito y poesía servida en vajilla de porcelana. Es el arte de honrar cada ingrediente con técnica y paciencia, de transformar el acto de comer en una celebración cotidiana. En Francia, la mesa es un altar y el mantel blanco, una promesa. Esa misma devoción por el detalle, por el tiempo, por el sabor que perdura, vive también lejos de París —en rincones selectos del mundo donde el espíritu francés ha echado raíces. Les Moustaches, en el corazón de la Ciudad de México, es uno de esos lugares donde la tradición se honra.
Les Moustaches es uno de esos refugios donde el tiempo no se detiene: se transforma. Apenas se cruza la puerta, el bullicio de la calle queda atrás como una vieja melodía, y uno entra en un universo de terciopelo, de maderas nobles, de lámparas que iluminan con memoria.

Ahí, entre notas de piano en vivo y vajillas elegantes me dejé seducir por la verdadera cocina francesa, una es ceremonia. Les Moustaches ofrece un viaje: cada detalle —del servicio impecable al murmullo educado de las conversaciones— está hecho para rendir homenaje al arte de comer con pausa, con respeto, con deseo. Me senté con el alma en calma, dispuesta a escuchar lo que cada platillo tenía para decir.
El foie gras, servido con frutas sutiles y pan tibio, fue el primer poema. Suave, profundo, untuoso, se deshacía con un suspiro y dejaba en el paladar un eco delicado, como una carta escrita a mano. Luego vino la sopa de cebolla, con su gratinado perfecto, ese dorado que huele a hogar antiguo y a cocina de abuela francesa. Cada cucharada era cálida, envolvente, como una historia que uno ya conoce pero nunca se cansa de escuchar.

El magret de pato, cocido con maestría y servido sobre una cama de sabores oscuros y dulces, fue el momento culminante. La piel crujía apenas, la carne rosada hablaba en voz baja, y la salsa —oscura, redonda, envolvente— cerraba el círculo con la precisión de un final bien escrito. Cerré los ojos. Por un instante, estuve en París. O quizá en ningún lugar. Solo ahí, en esa mesa, suspendida entre el ahora y el siempre.
Y entonces llegó el soufflé. Perfecto, alto, etéreo. Acariciado con una salsa de Grand Marnier que no invadía, sino susurraba. Cada cucharada era aire y fuego, dulzura y ligereza. Fue un postre que no cerró la comida: la elevó. Como si al final del banquete no hubiera saciedad, sino gratitud.
Les Moustaches luce una elegancia es hedonista, firme, segura de sí misma. Esta joya culinaria me recordó que en esta ciudad frenética todavía existen lugares donde el tiempo se sirve a la mesa… y se saborea con los ojos cerrados.

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