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Italia en un suspiro: L’Osteria del Becco

  • Melanie Beard
  • Aug 9
  • 2 min read
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En Polanco, donde las calles susurran secretos entre árboles antiguos y vitrinas brillantes, se encuentra un destino culinario que deleita os sentidos y seduce el alma: L’Osteria del Becco. Su magia se deja intuir como un perfume que flota en el aire, como una melodía lejana que guía los pasos de que somos amantes del buen vivir y buscamos una vivencia sensorial, un instante detenido en el tiempo.


Desde el primer paso dentro, la atmósfera se transforma. El bullicio exterior se disuelve como el primer sorbo de vino en los labios, y en su lugar llega una calma envolvente, casi mística. Es un santuario de sabores, de silencios significativos, de miradas cómplices entre mesas donde el arte de comer se celebra como un ritual íntimo. La luz, tenue y cálida, acaricia las paredes como una tarde en la Toscana; el murmullo del servicio atento, casi poético, acompaña como un verso susurrado.


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Comencé con un carpaccio de res que más que plato era promesa: finísimo, aromático, delicado como la nostalgia. La trufa, esa joya escondida de la tierra, se insinuaba sin imponerse, como un recuerdo feliz que no necesita gritar para quedarse. Cerré los ojos. Todo lo demás desapareció. Solo ese sabor quedaba, danzando lento en mi lengua, en mi memoria.


Los panzerotti con ricotta y limón llegaron como un suspiro luminoso en medio del festín. Pequeños bolsillos de pasta que encerraban un corazón suave y cremoso, como si el alma del sur de Italia se hubiese refugiado allí, en ese rincón delicado. La ricotta, sedosa y pura, se deshacía al primer contacto, mientras el limón —fresco, casi etéreo— traía una caricia cítrica que despertaba los sentidos sin estridencia, como una mañana clara después de la lluvia.


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El vino, generoso en carácter y memoria, llegaba como un viejo amigo a la mesa. El sommelier aquí es más alquimista que guía. Y así, entre sorbos de historia embotellada, el alma viajaba sin moverse, visitaba viñedos bajo cielos dorados, escuchaba la risa de campesinos al atardecer, sentía el sol de Italia en la piel.


Cada plato, cada gesto del servicio, cada pausa —porque aquí se vive en pausas— tenía el ritmo de una sinfonía que fluye con la naturalidad de lo que nace del corazón.


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