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Melodía inolvidable: la magia de Rosewood Kauri Cliffs

  • Melanie Beard
  • Aug 3
  • 2 min read
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En una destino donde la tierra se entrega al mar sin resistencia, donde el viento no sopla, sino acaricia, y los árboles parecen recordar secretos que nadie más conoce, encontré un santuario llamado Rosewood Kauri Cliffs. Hospedarme aquí fue una rendición al silencio, una manera de descalzar el alma.


El aire allá arriba se siente distinto, como si lo filtraran las hojas antes de llegar a ti. La brisa llega con aroma a sal, a pasto recién cortado y a tiempo diluido. Me dejé llevar por esa calma que emana de lo esencial bien hecho: una arquitectura que abraza sin invadir, una luz que entra sin pedir permiso, una paz que se posa en los hombros y te invita a respirar más lento.

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Jugué al golf al borde del mundo, con el océano como testigo y el cielo derramándose sobre el fairway. El campo, obra maestra de David Harman, no se impone: se insinúa como un poema largo, con sus pausas y sus acentos marcados por los acantilados, los lagos, la arena. Cada hoyo era una conversación íntima con la tierra, un intento de alinearme con su pulso. No hubo distracciones, ni multitudes. Solo el sonido lejano del mar rompiendo contra la piedra, el viento moviendo el alma de los árboles, y mi sombra estirándose sobre el green como si también quisiera jugar.


El golf fue diálogo; y la gastronomía fue un canto. Los sabores en Rosewood Kauri Cliffs representan lo más exquisito de Nueva Zelanda. Cada plato parecía venir del mismo terreno que pisábamos, y no como una casualidad, sino como una promesa cumplida. La frescura era absoluta: pescados que aún sabían a ola, vegetales que crujían como si acabaran de salir del huerto, panes que contaban historias con su miga tibia.

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Hubo una noche, lo recuerdo con nitidez, en la que el cordero local llegó a mi mesa como un secreto bien guardado. El puré que lo acompañaba hablaba de tierra mojada, de humo lento y amor doméstico. Y el vino local: sublime. Servido con una naturalidad elegante, como si el lujo más puro fuera el de compartir. Las cenas eran coreografías suaves entre texturas, temperaturas y recuerdos. Cada bocado tenía algo de epifanía.


Y después, el silencio. Ese que se filtra entre los troncos, que acompaña cada paso descalzo sobre la madera tibia, que espera paciente al borde de la tina caliente tras una jornada en el campo. En Rosewood Kauri Cliffs, el tiempo se comporta distinto. No corre, no escapa. Se queda contigo, como una melodía que no puedes —ni quieres— olvidar.

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